El Dorado
Ricardo Senabre
El embrión de esta novela del escritor Robert Juan-Cantavella (Almassora, 1976) se encuentra en su libro de relatos Proust Fiction (2005), donde aparecía por vez primera el personaje del periodista Trebor Escargot, especie de contrafigura descoyuntada y esperpéntica del propio autor y ahora protagonista y narrador de la distorsionada sátira que es El Dorado. No abunda entre nosotros el humor satírico, pero esta novela es un buen ejemplo de tan infrecuente modalidad. El autor, que acredita sobrado ingenio, parece situarse, más que en la tradición española, en una dilatada línea narrativa anglosajona que, arrancando de Sterne -cuyo Tristram Shandy es inevitable recordar en algunos pasajes y en las consideraciones que a veces brotan acerca del propio texto-, llega hasta David Lodge o Tom Sharpe. En pos de materiales para un reportaje -o “aportaje”, nuevo concepto cuyo significado dilucida su inventor (págs. 187-191), Escargot pasa unos días en el centro de vacaciones Marina dOr, para desplazarse luego, en compañía de su amigo Brona, que acaba de salir de la cárcel, hasta Valencia, donde ambos asisten a los preparativos y el desarrollo del Encuentro Mundial de las Familias celebrado allí en julio de 2006 con asistencia del Papa. Estos dos motivos sin relación alguna -las vacaciones programadas y la celebración de Valencia- son los ejes de un alud de observaciones humorísticas (“apreciaciones cínico-festivas”, según su creador [p. 237]), agudas parodias críticas, situaciones grotescas e incesantes caricaturas, tanto de personajes de ficción como de individuos reales -así, ciertos políticos abiertamente mencionados y vapuleados- o de identidad apenas encubierta, como en el caso del arzobispo Bronco Vareta. A menudo, la visión de los hechos aparece deformada por la mente del narrador, que consume sin cesar estimulantes y pastillas de todo tipo, de modo que las fronteras entre los hechos contemplados y los delirios se debilitan, e incluso, en alguna ocasión, afectan al propio lenguaje y hasta se materializan en la escritura: “Las plabaras torpieazn uans con otars en mi metne” (p. 341).
No cabe dudar del extraordinario ingenio que acreditan los recursos puestos en juego por Juan-Cantavella. El enloquecedor viaje a Valencia, los coloquios entre Escargot y el encargado de relaciones públicas de Marina dOr, los diálogos con Brona, el jocoso análisis de los libros de Malinowski o de las tertulias deportivas radiofónicas, la inscripción en el voluntariado del congreso, los continuos dardos contra la comercialización de las creencias, la robotización de las conductas y el falseamiento de los valores, tocan en algunos momentos las cimas de la literatura satírica. Todo ello, sin embargo, sería mucho más eficaz si a este relato torrencial se le hubieran podado excursos y divagaciones no siempre pertinentes, y hasta pasajes enteros, como el referido a la hecatombe de los reyes, prolijos e innecesarios, que dan al conjunto una apariencia desflecada y un tanto caótica, cuando la novela debe contener una estructura, una ordenación de elementos, aunque sea para expresar el caos.
La desmesura de la obra daña la originalidad y la poderosa capacidad humorística del autor, patente incluso en la acuñación de oportunos neologismos (“presidiear”, los colectivos “el opinariado público” o “el peregrinado”). Y también hay ciertos defectos reiterados de escritura. Frente al uso de fórmulas como “la cuestión es que”, aquí sólo aparece la reprobable “el tema es que”, más de treinta veces, y el nefasto “tema” surge también en otros usos: “que la máquina esté puesta a punto en temas de presión del agua y temperatura” (p. 97), “un vulgar referéndum finiquitó el tema monárquico en el país”, etc. Es disparatado escribir “me tiro al suelo con los brazos en jarra alrededor de la cabeza” (p. 39) o “con los brazos en jarra sobre la cabeza” (p. 270), ya que, por razones obvias, para estar “en jarra” los brazos deben situarse en la cintura. De mismo jaez son deslices como “Ziang ya está bajo el quicio de la puerta” (p. 87) o la confusión entre “escalón” y “escalafón” (p. 39). Y los editores tendrían que haber cuidado más un texto que lo merecía, para evitar la bochornosa ortografía de silvar (p. 151), envestir (p. 161), alagada (p.259) o me hecho al suelo (p. 270).