16/01/09 El Cultural (El Mundo)


El Dorado

Ricardo Senabre

El embrión de esta novela del escritor Robert Juan-Cantavella (Almassora, 1976) se encuentra en su libro de relatos Proust Fiction (2005), donde aparecía por vez primera el personaje del periodista Trebor Escargot, especie de contrafigura descoyuntada y esperpéntica del propio autor y ahora protagonista y narrador de la distorsionada sátira que es El Dorado. No abunda entre nosotros el humor satírico, pero esta novela es un buen ejemplo de tan infrecuente modalidad. El autor, que acredita sobrado ingenio, parece situarse, más que en la tradición española, en una dilatada línea narrativa anglosajona que, arrancando de Sterne -cuyo Tristram Shandy es inevitable recordar en algunos pasajes y en las consideraciones que a veces brotan acerca del propio texto-, llega hasta David Lodge o Tom Sharpe. En pos de materiales para un reportaje -o “aportaje”, nuevo concepto cuyo significado dilucida su inventor (págs. 187-191), Escargot pasa unos días en el centro de vacaciones Marina d’Or, para desplazarse luego, en compañía de su amigo Brona, que acaba de salir de la cárcel, hasta Valencia, donde ambos asisten a los preparativos y el desarrollo del Encuentro Mundial de las Familias celebrado allí en julio de 2006 con asistencia del Papa. Estos dos motivos sin relación alguna -las vacaciones programadas y la celebración de Valencia- son los ejes de un alud de observaciones humorísticas (“apreciaciones cínico-festivas”, según su creador [p. 237]), agudas parodias críticas, situaciones grotescas e incesantes caricaturas, tanto de personajes de ficción como de individuos reales -así, ciertos políticos abiertamente mencionados y vapuleados- o de identidad apenas encubierta, como en el caso del arzobispo Bronco Vareta. A menudo, la visión de los hechos aparece deformada por la mente del narrador, que consume sin cesar estimulantes y pastillas de todo tipo, de modo que las fronteras entre los hechos contemplados y los delirios se debilitan, e incluso, en alguna ocasión, afectan al propio lenguaje y hasta se materializan en la escritura: “Las plabaras torpieazn uans con otars en mi metne” (p. 341).

No cabe dudar del extraordinario ingenio que acreditan los recursos puestos en juego por Juan-Cantavella. El enloquecedor viaje a Valencia, los coloquios entre Escargot y el encargado de relaciones públicas de Marina d’Or, los diálogos con Brona, el jocoso análisis de los libros de Malinowski o de las tertulias deportivas radiofónicas, la inscripción en el voluntariado del congreso, los continuos dardos contra la comercialización de las creencias, la robotización de las conductas y el falseamiento de los valores, tocan en algunos momentos las cimas de la literatura satírica. Todo ello, sin embargo, sería mucho más eficaz si a este relato torrencial se le hubieran podado excursos y divagaciones no siempre pertinentes, y hasta pasajes enteros, como el referido a la hecatombe de los reyes, prolijos e innecesarios, que dan al conjunto una apariencia desflecada y un tanto caótica, cuando la novela debe contener una estructura, una ordenación de elementos, aunque sea para expresar el caos.

La desmesura de la obra daña la originalidad y la poderosa capacidad humorística del autor, patente incluso en la acuñación de oportunos neologismos (“presidiear”, los colectivos “el opinariado público” o “el peregrinado”). Y también hay ciertos defectos reiterados de escritura. Frente al uso de fórmulas como “la cuestión es que”, aquí sólo aparece la reprobable “el tema es que”, más de treinta veces, y el nefasto “tema” surge también en otros usos: “que la máquina esté puesta a punto en temas de presión del agua y temperatura” (p. 97), “un vulgar referéndum finiquitó el tema monárquico en el país”, etc. Es disparatado escribir “me tiro al suelo con los brazos en jarra alrededor de la cabeza” (p. 39) o “con los brazos en jarra sobre la cabeza” (p. 270), ya que, por razones obvias, para estar “en jarra” los brazos deben situarse en la cintura. De mismo jaez son deslices como “Ziang ya está bajo el quicio de la puerta” (p. 87) o la confusión entre “escalón” y “escalafón” (p. 39). Y los editores tendrían que haber cuidado más un texto que lo merecía, para evitar la bochornosa ortografía de silvar (p. 151), envestir (p. 161), alagada (p.259) o me hecho al suelo (p. 270).

05/01/09 El Boomeran(g)


El Dorado

Javier Fernández de Castro

El periodista Trebor Escargot recibe un enigmático e-mail en el que uno de sus clientes habituales - un tal Roque Nauj - parece encargarle un reportaje sobre el complejo turístico Marina d´Or, en aquél momento en pleno lanzamiento y amenaza de expansión universal. Más adelante resultará que el mensaje era una añagaza y que el verdadero objetivo de poner a Escargot en la carretera no era desenmascarar la monstruosidad urbanística que se esconde detrás de los  estrafalarios y superhorteras decorados del llamado "mayor complejo vacacional de Europa" sino hacerle descubrir, de paso, la localización actual de El Dorado. Y de ahí el título de la novela.

Pero la autenticidad o no del encargo es lo de menos porque Escargot, buen profesional donde los haya, se presenta puntualmente en esa aberración playera ubicada no lejos de Oropesa (Castellón de la Plaza) armado con todos los artilugios que la high-tech pone a disposición de un reportero moderno, empezando por el ordenador portátil con conexión inalámbrica a internet, una sofisticada cámara digital  y una grabadora de última generación, sin olvidar un bolso lleno hasta los topes con las últimas creaciones que la farmacopea de diseño puede ofrecer en el campo de los psicotrópicos.

O sea que, en efecto, el planteamiento remite inevitablemente a Miedo y asco en Las Vegas, la sorprendente y rompedora novela de Hunter S. Thompson. En cierto  modo, Marine d´Or llevaba camino de ser un más que digno remedo de Las Vegas y ha hecho falta una crisis financiera universal comparable al crack del 29 para que su promotor, un antiguo vendedor de colchones llamado Jesús Ger, no haya logrado erigir su soñado monumento a la fealdad, el mal gusto y la imbecilidad estival pagada. Pero iba bien encaminado y con lo que ha tenido tiempo de levantar hay tema de sobras para que un reportero perspicaz pase allí un inolvidable fin de semana.

También es similar el tratamiento de las situaciones en ambas novelas: tanto aquí como en Las Vegas el telón de fondo es en sí mismo tan alucinante que el recurso a los psicotrópicos es un complemento estético y no un elemento esencial, pues lo cierto es que allí no hay mucha diferencia entre ir o no colocado, y tanto lo que ocurre como lo que Escargot imagina que ocurre es un disparate descomunal y un despropósito detrás de otro. Más adelante, la acción se traslada a la autopista Barcelona-Valencia con esporádicas salidas a la inverosímil carretera N-340, aparte de que Escargot ya no está sólo en su búsqueda de El Dorado porque ahora le acompaña un compinche apodado Brona (contracción cariñosa de Bronislaw Malinowski) y de inmediato se entiende por qué esa pareja son tan amigos. El nuevo viaje alucinante termina con la llegada e inmersión en una Valencia entregada a la celebración del V Encuentro Mundial de las Familias 2006, una de las últimas campañas de marketing que llegó a planificar Juan Pablo II y que fue culminada por su sucesor, el papa Benedicto XVI, antes cardenal Ratzinger. Por descontado que los encuentros con monjas de todas las órdenes del mundo, mas las masas de entusiastas y  matrimonios cargados de niños y en pleno éxtasis mariano, así como el resto de asistentes a un congreso de estas características ofrecen ocasiones abundantes para el extravío y la confusión de los dos reporteros, eficazmente ayudados en esto por las esporádicas  irrupciones de lo que podríamos llamar lo real.

Dicho tan de corrido puede parecer que El Dorado sea una mera sucesión de disparates y astracanadas sin más objetivo que entretener al lector recurriendo si cabe a una sal tan gruesa como la de los escenarios donde transcurre la acción.  Pero sería una impresión injusta. Detrás de tan colorista sucesión de despropósitos hay una planificación rigurosa, apoyada en una documentación abundante y de primera mano. Casavella no sólo estuvo en Marina d´Or los días que se narran en esa sección de su novela sino que luego se inscribió como cooperante en el simposio sobre la familia, obtuvo sus credenciales de cooperante y vistió las ropas reglamentarias. Que luego llenase de drogas la mochila entregada por la organización es más un detalle que una necesidad estructural porque, repito, en circunstancias tales aun yendo sobrio la realidad sobrepasa con creces cualquier ficción. Hay incluso un intento bastante serio de teorizar sobre la técnica novelística puesta en práctica, y remito al lector curioso a la sección "El aportaje y el punk journalism" (pág. 187). Pero si de poner algún reparo se trata, y ya que está tan a mano un precedente como Miedo y asco en Las Vegas, yo señalaría como carencia la falta de ritmo. De acuerdo que el lector que también haya frecuentado los estados de ánimo que proporcionan las pastillas de colorines reconocerá esa tendencia de Escargot a montarse películas de terror a partir de cualquier detalle insignificante, o su gusto por ensimismarse ante un simple reflejo de luz. Pero cuando se trata de una narración el ritmo es una cualidad sutil y que sólo se deja notar cuando lo echas en falta: lo tienes o no lo tienes. Y aquí, a veces, se echa mucho de menos.

12/12/08 El Faro de Murcia